Saturday, April 20

«Estoy muy agradecida; mi familia sigue atrapada»


Lolita Trotsai y Lana Shevchuk se acarician las manos sobre el regazo mientras posan delante de la cámara. Las dos tienen la piel clara y el gesto dulce, pero entre las sonrisas de cortesía se escapa el desasosiego. Sus familiares siguen en Ucrania, donde sus casas quizá sucumban al avance de las tropas rusas, y ellas están en el municipio madrileño de Boadilla del Monte, siendo fotografiadas en un hermoso salón a dos alturas, respondiendo a mil preguntas en un idioma incomprensible, asintiendo cuando su anfitriona les dice que ha preparado judías blancas para comer. Aún así, cuentan su historia.

Lolita, de 53 años, casi rompe a llorar antes de que arranque la entrevista. Lana (por Svetlana), de

 49 años, toma la palabra para recordar el viaje de huida de Vinnytsia, su ciudad natal de 370.000 habitantes situada a unos 260 kilómetros al suroeste de Kiev. «Cuando empezó la guerra invité a mis padres a mi casa, luego vino mi hijo y fuimos todos a la frontera con Hungría», empieza. La conversación discurre a trompicones, con las frases que intercambia el traductor del móvil en alfabeto latino y cirílico. Las dos consiguieron llegar a Budapest y comprar billetes de avión con destino a España, «pero el resto se quedaron atrapados» en Ucrania. Aterrizaron en Madrid el pasado 4 de marzo. «El mismo día nos dieron la oportunidad de quedarnos con Blanca y Consuelo», agradecen.

Las dos mujeres ucranianas han unido a Blanca de Miguel, de 66 años, y Consuelo Alonso, de 67, dueñas de sendos chalés en las urbanizaciones de Montepríncipe y Las Lomas de Boadilla del Monte. Ambas charlaban este viernes lluvioso en el salón profusamente decorado e impoluto de Blanca, adornado con trofeos de caza y pequeñas esculturas de toros, perros y jabalíes.

—Lana se levanta por las mañanas y se va a correr— comparte Consuelo.

—Sí, Lolita hace lo mismo, es lo mejor que se puede hacer— corrobora Blanca.

Lana y Lolita, amigas desde hace 20 años, eran profesoras de educación primaria en Vinnytsia y las dos están divorciadas. «Tengo dos hijas, mi hija mayor tiene 30 años y se ha quedado en Ucrania con su marido, mi hija menor está aquí en España y tiene 27 años», le dice Lolita al teléfono, que traduce sus palabras al español. «Estoy más preocupada por mi hijo, por nuestros hombres, en general; en Ucrania se tienen que quedar los hombres de entre 18 y 65 años», lamenta Lana. Contactan a diario con sus seres queridos, por ahora sanos y salvos, aunque les ahorran los detalles de su situación: «Ellos saben que nosotras estamos bien, pero no les contamos lo nuestro porque sería más difícil para ellos».

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De izquierda a derecha, Lolita, Lana y Blanca se comunican con el traductor del móvil – JOSÉ RAMÓN LADRA

La hija pequeña de Lolita, que vive en las afueras de Madrid, fue quien las recibió en el aeropuerto de Barajas la semana pasada y las condujo a la red de ayuda improvisada en Boadilla del Monte, uno de los municipios más ricos de España —con una renta media de unos 61.000 euros—, donde casi 700 vecinos se han ofrecido para acoger a refugiados ucranianos. Blanca recuerda el viernes que abrió la puerta de su casa a las dos desconocidas, recuerda que Lolita llegó con un pequeño maletín como único equipaje, recuerda que las abrazó y se emocionó. «La cara de ellas no se me olvidará, estaba contraída, no deprimida, contraída…», describe. A ese primer encuentro acudieron el alcalde de Boadilla, Javier Úbeda (PP), y un intérprete, pero desde entonces las cuatro se manejan con el traductor del móvil. «El traductor de Google es estupendo y, si no, pues con mímica», zanja Blanca.

«Mi casa está abierta»

Blanca ha estado preocupada desde que estalló la invasión de Rusia, tanto, que a los ocho días del conflicto amaneció con un derrame en el ojo. «Fui a misa y me decía: “Dios mío, cómo puedo ayudar”». A las pocas horas, una amiga suya, y concejala de servicios sociales del Ayuntamiento de Boadilla, envío un wasap a través de su grupo de catequistas. Necesitaban de forma urgente alojamiento para dos mujeres que habían escapado de la guerra. «Mi casa está abierta», reaccionó Blanca, que reconoce, con una sonrisa, que no pidió permiso a su marido. Consuelo, por su parte, llamó para inscribirse en el listado municipal de acogida, en el que cada familia especifica el tiempo de estancia que puede proporcionar (tres meses, seis meses, un año); ella se apuntó sin fecha de salida. «Mi casa está abierta, no hemos hablado de tiempo ni de nada», asegura Consuelo.

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La rutina anterior no ha variado mucho en la primera semana de convivencia. Lolita duerme en el que fuera el cuarto de la hija de Blanca, en el tercer piso del chalé, un dormitorio abuhardillado al final de unas estrechas escaleras de madera. Se despierta a las 7 de la mañana y sale a correr media hora. Lolita tuvo que dejar a su gata en la frontera, así que disfruta paseando al labrador de su anfitriona, que se marcha a atender una tienda de segunda mano en Boadilla. «A veces le pregunto si quiere acompañarme, otras se queda aprendiendo español con el teléfono», explica Blanca, «seguimos nuestro día a día para que ella no sienta el compromiso de que tiene que vivir nuestra vida».

—Tenéis judías blancas, no hay carne, no tiene nada de grasa, y también ensalada, lechuga, tomate, todo verduras. ¿Sois ortodoxas? —pregunta Blanca a Lolita y Lana, que pasaron la jornada del viernes en su casa.

—Sí, sí, sí, gracias —responden ellas, después de escuchar la voz robótica del traductor.

Blanca es religiosa y cumple la Cuaresma, época en la que no cocina nada de origen animal. Al margen de que las nuevas inquilinas sean practicantes o no, a Lana le pareció estupendo el menú porque es vegetariana.

Consuelo Alonso posa junto a Lana Schevchuk, con la que convive desde el pasado 4 de marzo
Consuelo Alonso posa junto a Lana Schevchuk, con la que convive desde el pasado 4 de marzo – JOSÉ RAMÓN LADRA

Las dos ucranianas se afanan en saber comunicarse en el que será su hogar por un periodo indefinido. «Todos los días aprendemos español y tratamos de aprenderlo muy rápido», coinciden. Su principal objetivo es mantenerse ellas mismas. «Estoy muy agradecida», remarca Lolita, «pero quiero encontrar un trabajo y vivir sola». «No voy a estar abusando de su confianza, cuanto antes encuentre trabajo antes podré estar sola», añade Lana. Ambas advierten que el traductor es impreciso; más que «estar sola», se refieren a ser independientes, a recuperar la normalidad que la guerra les arrebató de la noche a la mañana.

Las cuatro mujeres no comprenden sus respectivos lenguajes y, sin embargo, se entienden. Blanca aprovecha para lanzar un mensaje: «Quiero animar a la gente, muchas veces dices: “Sí, lo acojo, pero después, ¿qué?” Pues después, nada, es el día a día. Que hoy puedo hacer algo por los demás, genial». A la hora de las fotografías, Consuelo rodea con cariño los hombros de Lana. Es el turno de la otra pareja y, de pronto, a Lolita se le humedecen los ojos delante del objetivo. «Guapa», suelta Blanca enseguida, y le acaricia la mejilla, «tranquila». Lolita no sabe lo que ha dicho, pero agarra su mano y le regala una sonrisa entre los disparos de la cámara.

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