Friday, March 29

la matanza que los nazis ocultaron en Ucrania durante décadas



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De poder, la tierra ucraniana hubiera dejado escapar una lágrima aquella jornada. El 13 de octubre de 1941, los chasquidos de un obturador quedaron ensordecidos por el rugir de los fusiles y los lamentos de familias enteras. La cámara, una Zeiss Ikon Contax, dejaba triste testimonio de cómo dos soldados nazis y tres milicianos disparaban contra una anciana hierática que rozaba el borde de una fosa. A su lado, un chiquillo la miraba, quizá sin entender el macabro teatro que le rodeaba; una función en la que iba a ser obligado a participar. El humo blanco que emanaba de la bocacha del arma, fresco todavía, terminaba de emborronar la escena.

No lloró la tierra, pero sí se movió sola.

Al fondo de la fosa, los reos, moribundos, se estremecían. Intentaban alzarse por encima de los cadáveres para aspirar una bocanada de aire. Algunos brazos todavía se agitaban cuando les arrojaron cal y barro encima; después, tan solo quedó la asfixia y el olvido. La matanza de Miropol, perpetrada tras la invasión de Ucrania por el
Tercer Reich, fue silenciada. Y no por falta de interés, sino por la torre de barbaridades que había por investigar tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Ahora, sus pormenores han visto la luz en España gracias a Wendy Lower y una nueva investigación histórica: ‘La fosa’ (Confluencias), traducida este año.

Más allá de lo visible

La historiadora estadounidense, centrada en el estudio del Holocausto, ha dedicado más de una década a investigar la barbarie perpetrada en Miropol. Y todo, después de tener una epifanía; en agosto de 2009 se topó por casualidad con una de las fotografías tomadas por aquella Zeiss Ikon Contax. Desde entonces, ha destinado sus esfuerzos, su dinero y su vida a desenterrar el pasado de esta región ubicada al oeste de Ucrania. Aunque su mayor logro ha sido meterse dentro de la instantánea en una suerte de viaje en el tiempo y conseguir lo imposible: descubrir la identidad de todos y cada uno de los presentes. Verdugos, víctimas y espectadores.

Lo de lo Lower no es una mera relación de nombres. Más detective que historiadora, se zambulle de lleno en la vida y las desgracias de los protagonistas. También las de los nazis. De ellos narra su pasado, las razones que les llevaron a perpetrar el ‘Holocausto de las balas‘ –la matanza a golpe de fusil de un millar de judíos ese 13 de octubre– y hasta su final tras el conflicto. Deja, además, poco a la probabilidad, pues atesora varios testimonios de supervivientes que padecieron la locura de Miropol, de familiares de víctimas y de expertos en la materia. Un trabajo exhaustivo que, de paso, alumbra hechos obviados como que «una de cada cuatro víctimas judías del Holocausto era ucraniana».

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Lubomir Skrovina
Lubomir Skrovina

Y no es su única bondad. ‘La fosa’ demuestra también cómo hechos terribles pueden quedar apartados de la historia durante años por otros igual de bárbaros, pero más mediáticos. Lo que hemos visto estos días en Bucha, suceso que ha fagotizado otras tantas matanzas rusas, sucedió ya en la Ucrania de los años cuarenta, durante la Segunda Guerra Mundial. Por entonces, la
masacre de Babi Yar, en la que casi 34.000 judíos fueron asesinados al norte de Kiev, oscureció crímenes como los de Miropol. Menores en envergadura, de eso no hay duda, pero no en gravedad. Lower dice combatir ese olvido y hacerlo con datos y trabajo. No desilusiona.

Triste hecho

Toda casa tiene unos cimientos. Los de Lower son la masacre en Miropol; una tropelía que la KGB investigó con relativo éxito tras la Segunda Guerra Mundial, pero que quedó escondida bajo una pila de barbaridades más. La localidad, testigo del imparable avance alemán sobre el flanco oeste de la URSS tras la Operación Barbarroja, quedó a cargo de una pequeña unidad de guardias de frontera germanos durante el verano. Así continuó hasta que arribaron a la zona los asesinos de las SS para perpetrar una ‘Aktion’, forma sucinta de nombrar el asesinato masivo de judíos. Hoy, esta es una de las pocas palabras alemanas que los ucranianos de la zona han incorporado a su vocabulario.

La violencia se descargó el 12 de octubre. Como preludio de la pesadilla, tres miembros de las SS recorrieron las tabernas y las viviendas reclutando soldados que apretaran el gatillo y niñas que excavaran las fosas. «¿Quién se ofrece para participar?». La milicia local, ahora leal al Reich, rodeó el pueblo para que nadie escapara. Ahí comenzó la redada. Unos y otros apresaron a los judíos de la ciudad y los encerraron en una fortaleza cercana ubicada al lado de un barranco. Hombres, mujeres y niños. A una anciana inválida, postrada en la cama, se la llevaron metida entre las sábanas. Ni siquiera le dispararon al día siguiente; simplemente la tiraron al hoyo.

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Aquellos fusilamientos fueron los primeros del Holocausto europeo y se llevaron la vida de 960 civiles. Y no todos por las balas. Los niños, por ejemplo, fueron arrojados a la fosa para que murieran ahogados o aplastados bajo los cadáveres. Cada bala era un tesoro para el Reich, y no querían «desperdiciarlas». El ruido de los cerrojos de los fusiles y los casquillos continuó a lo largo de toda la jornada. ‘Clac’, ‘clac’, ‘clac’. Solo sobrevivió una mujer: Ludmilla Bleckhman. «Recuperó la conciencia y se dio cuenta de que no le habían disparado. Intentó salir a rastras de aquel lugar. Otros, que estaban muriendo, la empujaron hacia arriba», explica la historiadora en la obra. A pesar del trauma, fue una de las que desveló lo sucedido en Miropol.

Asesinos y víctimas

Lower partió de la premisa de que los asesinos serían miembros de las SS o del batallón de Policía del Orden 303; ambos, presentes en Miropol desde su conquista. Fue una de esas ideas preestablecidas que, a veces, arrastran los historiadores. Sin embargo, las pesquisas desvelaron que eran guardias de fronteras reclutados para mantener el orden en la región. Dos de ellos, Erich Kuska y Hans Vogt, fueron los que respondieron con un sonoro ‘jawohl’ cuando les propusieron asir sus fusiles y ayudar a acabar con los judíos. «Comparé sus rasgos faciales: los pómulos, los ojos, la línea del cabello, la altura y el tamaño de las orejas… Eran ellos», añade la experta en la obra.

Ambos confesaron a sus compañeros que habían perpetrado los asesinatos. Estaban orgullosos, altivos y felices por haber limpiado de judíos una parte de Ucrania. Otro tanto hicieron los tres milicianos que aparecen en la fotografía con pesados abrigos rusos. Lower ha recabado sus apellidos: Gnyatuk, Rybak y Les’ko. Cada uno tuvo sus razones para traicionar a sus vecinos y mostrarse partidarios de
Adolf Hitler. Aunque les salió caro: tras la guerra fueron perseguidos por la justicia soviética y pagaron por sus crímenes. Solo se salvó uno de ellos, el más joven.

Interior de la fosa
Interior de la fosa – Lubomir Skrovina

Seguir el rastro de la anciana y los niños fue más difícil para Lower. Sorprende lo poco que sabemos de las víctimas judías en general. En este caso, tras caer a la fosa, su memoria simplemente se extinguió con la misma rapidez que el humo de las armas alemanas. La historiadora buscó en archivos, preguntó a supervivientes y hasta halló una posible instantánea de la familia. Con todo, le cuesta afirmar de forma tajante que los haya identificado con nombres y apellidos. Siempre queda la sombra de la duda. De lo que sí está segura es de que la madre sujetaba en su regazo a un segundo bebé cuando cayó muerta; un dato que habían pasado por alto los expertos.

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Justicia póstuma

De lo que más orgullosa se siente Lower es de haber descubierto la identidad del fotógrafo que inmortalizó la matanza. Ella estaba convencida de que era algún miembro de las fuerzas armadas del Reich. Otro asesino más. ¿Quién si no habría podido acercarse tanto? Le sorprendió averiguar que no. El espectador fue un soldado eslovaco llamado Lubomir Skrovina. Reclutado por las bravas, sí, pero alejado del nazismo. El 13 de octubre escuchó los disparos, se acercó y, al vestir uniforme germano, recibió permiso para inmortalizar la tragedia. Dijo que lo hacía por perpetuar la memoria de la limpieza judía. En realidad, quería dejar constancia de la existencia del ‘Holocausto de las balas’.

Lower, escéptica en principio, ha corroborado la versión de Skrovina a través de documentación inédita entregada por su hijo. Decenas de informes y papeles entre los que destacan las misivas que el eslovaco envió a su esposa desde el frente: «Querida, estoy cansado. Te horrorizarías si te describiera algunas de las imágenes grotescas que hay en mi cabeza, mis pensamientos se han vuelto oscuros. No sé si esto está sucediendo realmente o no, pero parece que el color negro de mi pelo se ha traspasado a mi mente».

Wendy Lower
Wendy Lower – Confluencias

Todos ellos, unos y otros, dan vida a un libro admirable que ayuda a poner cara y ojos al Holocausto. Una obra que nos demuestra la triste capacidad que tenemos de deshumanizar a las víctimas bajo los colosales números de muertos. Aunque también que no existen muchos testimonios de aquello; solo una ristra de fotografías que debemos guardar como un tesoro a pesar de que se han repetido hasta la saciedad en los medios de comunicación. Conviene, por tanto, seguir investigado y desempolvando historias de la
Segunda Guerra Mundial. Porque, aunque parezca imposible, todavía queda hueco para nuevos descubrimientos.

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