Thursday, March 28

«Lo más duro es hacerles entender que nunca será lo mismo»


Enviada Especial a Zaporiyia
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Que los tiempos de la guerra son otros, lo demuestra que ayer lunes se hizo de noche en Zaporiyia y ni palabra de
la llegada de los primeros de Azovstal anunciada desde el viernes. Sobre el papel, unos 226 kilómetros de distancia, poco más de tres horas en coche; sobre el campo de batalla desatado con la invasión rusa de Ucrania, una operación angustiosa con un enemigo al acecho capaz de todo, ya lo ha demostrado, lo que obliga al Comité Internacional de la Cruz Roja y las autoridades a la ocultación permanente de posiciones para no dar pistas y proteger el convoy. Una espera infinita como esta da, si es necesario, para hacer preparativos sobre lo ya preparado en el centro de recepción, ubicado en el aparcamiento de un centro comercial a las afueras de la ciudad.

No es una instalación montada para esta acogida, por mucho que desde fuera se vea como un gran acontecimiento, ni hay ninguna impaciencia. Aquí hace semanas que no dejan de llegar en coches particulares decenas de familias que huyen de las zonas ocupadas del sur y del Donbass. Sobre el capó, atados en los retrovisores y la antena, llevan trapos a modo de bandera blanca, y lo único extraordinario, que los periodistas son estos días un tsunami a la caza de los liberados de la acería.

Sin vuelta atrás

«Lo más duro va a ser hacerles entender que nunca será lo mismo», valora Oleksander Dorokuplia, psicólogo de la UNFPA, el organismo de Naciones Unidas expresamente encargado de la salud y la dignidad de las mujeres, en relación al estado específico de los civiles procedentes de la siderúrgica de Mariúpol que aguardaba ayer. Gentes agotadas, se cree que un centenar, no hay cifras ciertas, venidas como de ultratumba. «Si se sufre un shock de estas dimensiones, hay después un deseo de recuperar la anterior vida. Es previsible que incluso haya quien diga que quiere volver a su casa aunque esté destruida, aunque sean conscientes de que siguen los bombardeos», añade.

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Eso cuando «rompan a hablar», precisa. Porque, sepultados en las galerías de la fábrica como mínimo desde el 21 de abril, la fecha en la que Vladímir Putin advirtió que no dejaría escapar de ese laberinto bajo tierra «ni una mosca», lo que hace singular a este grupo es que «han pasado mucho tiempo sin luz, sin posibilidad de moverse, de cambiar de sitio, estarán emocionalmente metidos dentro de sí», y lo primero de todo será «hacerles sentir seguros» para que se expresen. «Y al hacerlo, lo que manifestará la mayoría es vacío», agravado a medida que tomen consciencia de la pérdida: la casa, familiares, amigos. La solución en estos casos, subraya el cooperante, es tener un plan. Reiniciarse mirando al futuro.

«Lo más duro va a ser hacerles entender que nunca será lo mismo», lamenta el psicólogo Oleksander Dorokuplia

En este sitio de acogida de Zaporiyia, en el que cocineros con delantal del ‘World Central Kitchen’ reparten guisos calientes y hay peluches, ropa y médicos esperando a los refugiados, una voluntaria proclama a viva voz «dos plazas libres para Cracovia». Es una oferta de viaje a Polonia con alojamiento. Eso es un plan. Hay muchos más. Colgados en paneles, de todo tipo: propuestas de trabajo como guardia de seguridad en la parte oeste del país, más tranquila; instalación gratuita de ‘cristales de plástico’ en las casas porque son mejor en caso de bombardeo, acogida para personas que tengan mascota. Todo a disposición de los de Azovstal o de quien quiera aceptarlos. No se hacen distinciones.

Hay otros paneles. Con fotos naturales y debajo unas señas, una breve descripción de personas a quienes otras están buscando. Paños de desaparecidos que miran de frente cuando se les mira, como preguntándose si alguien les va a ayudar. Quién sabe. De hecho, en este campamento improvisado, en nombre de una iniciativa del Ayuntamiento de Zaporiyia, una treintena de voluntarios registra la identidad de todo desplazado que aparece para incorporarla a una base informática y cruzar datos. «Hay días en que llegan mil civiles, es muy útil», indica Alina, que solo tiene 18 años y está aquí varias veces por semana, hasta la noche si es preciso. El toque de queda empieza a las nueve, hay mandato de correr bien a fondo las cortinas para que las luces interiores no sirvan de reclamo, conviene no olvidar que esta ciudad está bajo frecuentes ataques rusos. Es la antesala del frente.

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Huir de Mariúpol

Por eso, hay que venir de las profundidades del miedo para encontrarse aliviado. Incluso dentro del país, en el mismo Kiev,
Zaporiyia es sinónimo de poner la vida en riesgo. Vasilivka, absolutamente bajo control de las tropas del Kremlin, está a 56 kilómetros. El asedio a Komyshuvaja, a solo 29 kilómetros, es constante. Pero sí, es en este sitio donde los de Azovstal volverán a ver correr el agua por los grifos y tendrán a disposición electricidad, que en la Mariúpol de la tragedia no existe hace dos meses. Eso poco ya debe de ser muchísimo si escapas de esa ciudad. Como Daria Fedorova con su hijo, que llora de la presión. Los dos salieron de allí a mediados de abril y han estado cambiando de destino hasta poder dejar atrás la zona de combates abiertos. Como Aksana Novitskaya, que igualmente abandonó la ciudad mártir a tiempo, el 21 de abril, para escapar hacia la costera Berdiansk, a medio camino de Meritópol, y acaba de entrar este lunes en Zaporiyia. «Desde mi casa en Mariúpol, yo oía las explosiones sobre la acería cuando la atacaban», cuenta. Es profesora de alemán y griego en la universidad, ha visto desde la ventana morir a un niño en la calle víctima de las heridas de un bombardeo y tiene a su marido luchando por Ucrania. Dónde, no lo sabe. Está prohibido que tenga esa información. Ella sí sabe que nada nunca será lo mismo, pero tiene claro que desea regresar. Lo dice: «Si Mariúpol sigue siendo ucraniana, cuando termine esto, claro que volveré».

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