Thursday, March 28

«Mi obsesión en La Palma era no mirar al volcán»



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Emilio Morenatti (Zaragoza, 1969) levanta el teléfono desde Irpín, en Ucrania, y en esta circunstancia se resume su vida, al menos la profesional: lleva más de tres décadas persiguiendo conflictos por medio mundo con su cámara, que él define como su tercer brazo. Se forjó como fotógrafo local y empezó a despuntar en la Expo 92 de Sevilla, aunque fue su cobertura del conflicto de Perejil la que le puso en el radar de la agencia estadounidense Associated Press, con la que ha viajado por Oriente Medio, Afganistán, Pakistán y el norte de África, entre otros muchos lugares, y con la que sigue trabajando hoy. «Es un gran honor, un lujo», celebra poco después de conocer la buena nueva: una de sus fotografías tomadas en La Palma durante la erupción del Cumbre Vieja ha sido distinguida con el
premio Mingote, un galardón que se une a una mochila llena de honores. Desde el Pulitzer al Fotopress, pasando por el World Press Photo, que ha ganado en dos ocasiones. Y ahora el Mingote.

Emilio Morenatti
Emilio Morenatti

¿Recuerda aquella cobertura? «Claro, fue mi primera experiencia con un volcán, algo que llevaba mucho tiempo buscando. Hice tres viajes de tres semanas a la isla, fue un gran esfuerzo. Allí tuve la suerte de meterme en la primera línea del volcán, con los científicos. Fui el único fotógrafo de agencia que entró en aquel momento. Y el hecho de estar en la zona de exclusión me permitió hacer un proyecto casi personal», relata. Aquel paisaje de ceniza le parecía viejo, primitivo, como si llevara cientos de años deshabitado: era la naturaleza dominando el medio, imponiendo su ley. «Me interesaba mucho documentar eso, aquella sensación de abandono. Mi obsesión era no mirar al volcán, que era hipnótico, sino los efectos que producía en la zona».

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Así, doblegando el instinto de su mirada, terminó encontrando la casa de la foto. Casi sepultada por la ceniza, se convirtió pronto en un icono de la tragedia, una estampa bella y paradójica. «Claro que hay una belleza. Además, bajo la certeza de que no había sido una catástrofe de víctimas mortales, pude profundizar en esa belleza. Las tragedias materiales causadas por la fuerza de la naturaleza, que es indomable, te obligan a asumirlo, a resignarte. Y en esa resignación solo puedes congraciarte, contemplarla –afirma–. Te podías quedar embelesado. No tanto por el volcán, insisto, como por sus efectos. Había un radio de diez o quince kilómetros a su alrededor donde ocurrían las cosas que yo quería contar. Ese es mi trabajo».

Morenatti fue paseando por aquel desamparo y fue inmortalizando los últimos restos de civilización que quedaban allí. Pronto estableció una relación especial con aquel trabajo. La gente empezó a llamarlo, preocupándose por cómo estaban sus viviendas, por qué les quedaba. «Eso le dio todavía más sentido al periodismo. Allí creé vínculos con muchas personas con las que sigo en contacto», cuenta. Con los dueños de la casa de la foto, confiesa, no fue igual. «Estaban contrariados por ver tantas veces la foto de su casa. Hablé con ellos e intenté explicarles que esa imagen ya era un símbolo… No había palabras para consolarla. Me hubiera gustado regalarle alguna foto, pero no querían ver su casa más».

¿Y cómo se manejan esas situaciones? «No resulta fácil cuando la persona se pronuncia en esos términos, porque uno no tiene argumentos. Pero yo creo que un periodismo bien hecho es el que de alguna manera sirve de altavoz a toda esa gente que no tiene voz y la necesita, que necesita que sus historias se difundan. Yo me conformo con ser esa correa de transmisión… A veces uno tiene que elegir esa imagen icónica porque es la que mejor define la situación que tienes que contar. Alguna gente asume esto y otra no. Y ahí te tienes que cuestionar si merece la pena publicarla. Cada historia exige una decisión».

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Primero fue la pandemia, después el volcán, ahora la guerra: la catástrofe está cerca, muy cerca. «Ha sido un tiempo muy bestia. Pasé un mes haciendo un reportaje de la retirada de Afganistán, donde yo perdí la pierna, y aún no había vuelto cuando comenzó la erupción del volcán. Desde la pandemia vamos a una intensidad que a mí me pone las pilas. Yo siempre levanto la mano para venir, porque a estas coberturas uno viene voluntario, claro», admite. Esta guerra, añade luego, está siendo muy distinta. «Es la que más me ha tocado, y eso es algo que me dicen mis compañeros, incluso los más veteranos. Hay una entrega emocional que no puedo evitar. Las despedidas, los encuentros, los funerales, los llantos… Todo eso me está tocando mucho. Además, los ucranianos son personas muy afectivas, que comparten el drama», remata.

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