Friday, April 19

Pedro García Cuartango: Desde Rusia con amor



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Cuando leí por primera vez ‘Guerra y paz’ me impresionó el pasaje en el que el príncipe Anatole Kuraguin apuesta que será capaz de beber una botella de vodka de un trago, sentado en el alfeizar de la ventana, en un palacio a orillas del Neva en San Petersburgo.

Muchos años después, visité la ciudad báltica. Me imaginaba a Kuraguin, a Natasha, a Pierre Bezujov, a Andrei Bolkonski, al conde Rostov por sus canales, sus espléndidos edificios y sus calles. Y a la lectura de la novela de Tolstoi se habían superpuesto las imágenes de la película de King Vidor, estrenada en 1956. Tras ver el filme poco después de sentirme embrujado por el libro, Natasha fue siempre Audrey Hepburn.

Rusia ha sido para mí las novelas de Tolstoi y Dostoievski, los cuentos de Chejov, la prosa de Pushkin, los personajes de Turguenev y la imaginación de Bulgakov. Y, sobre todo, esa obra maestra que he releído en tres o cuatro ocasiones: ‘El doctor Zhivago’ de Borís Pasternak, llevada al cine admirablemente por David Lean.

Pero Rusia también son las cúpulas policromadas de la catedral de San Basilio, la fachada barroca del Hermitage, las fuentes del Palacio de Verano de los zares, la música de los ballets de Tchaikovski, las películas de Eisenstein, las imágenes de una estepa infinita en el tren de Kiev a Moscú y la estampa de una vieja campesina vendiendo tomates en la plaza del Kremlin.

Rusia también fue la tiranía de los zares, Lenin y Stalin, el terror revolucionario, la omnipresencia del KGB, los juicios de Moscú, las grandes purgas, las hambrunas, la deportación de las minorías étnicas y el país donde estaba prohibido pensar por cuenta propia. Ese lado sombrío ha coexistido con las expresiones luminosas de su gran cultura y su gran literatura, cuyo fulgor ha alumbrado siempre nuestra existencia.

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Tal vez el genio de sus grandes creadores esté ligado a esa historia atormentada de la nación eslava, a esa mezcla indisoluble de lo occidental y lo oriental, a la inmensidad de sus llanuras o al gélido invierno que aísla las almas y los cuerpos.

Putin también es un hijo de Rusia, de la peor Rusia, de la autocracia que ha gobernado el país durante tantas décadas, heredero del fanatismo del KGB y de un estalinismo que impregnó el comunismo soviético tras la muerte del caudillo georgiano. Es frío, cruel, desconfiado, maquiavélico como Stavroguin, el personaje de Dostoievski, que afirma que no conoce la diferencia entre el bien y el mal.

El actual inquilino del Kremlin está destruyendo la imagen de Rusia. Pero sería un error identificar la cultura y el legado de este gran país con la barbarie de un tirano que ha entrado a sangre y fuego en Ucrania. El malvado de Putin acabará en el basurero de la historia, pero la Rusia de Tolstoi y Dostoievski vivirá eternamente.

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